Cada cena familiar parecía una pesadilla. Mi suegra aprovechaba cualquier oportunidad para humillarme, burlándose de mí como “cerdita gorda” delante de todos. Durante meses guardé silencio, mordiéndome la lengua y esperando que su comportamiento cambiara. Pero los insultos eran cada vez más duros. Hasta que un día llegué al límite. Cuando por fin hablé, no me limité a defenderme, sino que tomé una decisión que alteraría toda la dinámica familiar. Lo que ocurrió a continuación dejó a todos atónitos y, a partir de ese momento, nada volvió a ser lo mismo.

Mi madre se burlaba de mi peso en cada comida, hasta que hice que se ahogara con sus palabras
transeúntes despreocupados
Los niños seguían comiendo, felizmente ajenos a la creciente tensión a medida que las burlas de mi suegra se hacían más agudas y cortantes. Sus despreocupadas charlas y risas contrastaban con las venenosas palabras que surcaban el aire. Les dirigí una mirada, agradecida por su fugaz inocencia, aunque sabía que no duraría. Tarde o temprano, percibirían las grietas bajo la superficie. Esta división tajante entre su pureza y la creciente toxicidad sólo reforzaba mi determinación de protegerlos de ella.

Transeúntes imperturbables